«Dos días, una noche» de Jean-Pierre y Luc Dardenne

Jean-Pierre y Luc Dardenne han acuñado un tipo de cine social muy particular, dentro del cual, curiosamente, la crítica explícita al statu quo imperante o la exposición desapasionada de una realidad injusta van supeditadas al retrato psicológico de los personajes. Por tanto, es con las emociones de las criaturas que pueblan sus dramas como este dúo de realizadores belgas analizan un sistema que parece haberse vuelto en contra de sus propios creadores.

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De ahí que la filmografía de los Dardenne conforme un corpus profundamente humanista, en el que todos sus protagonistas adquieren una pátina heroica al enfrentarse en solitario –las personas estamos intrínsecamente solas– contra ese terrible ente sin forma y sin rostro que es la sociedad, diríase que dedicada, sobre todo, a coartar el potencial de cada uno de nosotros mediante unas desiguales, cuando no absurdas, reglas del juego.

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Así, si bien desde un punto de vista formal sus películas emplean técnicas del más acérrimo cinéma vérité (luz natural, cámara al hombro, etc.), temáticamente hay en ellas una exaltación lírica casi romántica que, sin embargo, no se contradice con su estilo seco y directo; es más, es en esta dialéctica donde reside, justamente, la grandeza y originalidad de su obra, de cuya solidez y calidad resulta complicado encontrar parangones.

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Dos días, una noche, no es, al respecto, ninguna excepción. Aunque se encuentra despojada de la estricta depuración estilística de sus primeras cintas, cuya plasmación de mínimos las dotaba de un componente casi abstracto, sigue la estela de los dos últimos filmes de los autores, El silencio de Lorna (2008) y El niño de la bicicleta (2011). Como en estos, su discurso se ha hecho más cercano al espectador, con encuadres más convencionales y planos más variados y reconocibles, además de contar con la presencia de algún rostro famoso, en este caso concreto el de Marion Cotillard. Ello no significa, empero, que los hermanos Dardenne se hayan vuelto complacientes, al contrario: poco hay de enaltecedor en la alegoría sobre el egoísmo y la insolidaridad que recoge la historia de Dos días, una noche.

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¿Y qué historia es esa? Pues el periplo de Sandra (una Cotillard, como siempre, magnífica) a lo largo de la secuencia de tiempo que da título a la pieza, para lograr convencer a sus compañeros de trabajo de que renuncien a una prima de la empresa y, con ello, poder mantener su empleo. La inteligencia del guión de los Dardenne radica en que para ellos resulta tan importante la conmovedora lucha de Sandra –que aparte de afrontar un posible despido debe lidiar con otros problemas personales– como las reacciones de cada uno de sus colegas cuando logra comunicarse con ellos. Conocedores como pocos de la bajeza, pero también de la grandeza, del alma humana, los directores belgas despliegan un amplio abanico de tipos y caracteres que, ante la comprensible petición de Sandra, responden desde la empatía hasta la ira, pasando por el llanto, la vergüenza, la culpabilidad, la desesperación o la indiferencia.

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Pero resulta aún más magistral el hecho de que, en ningún momento, se juzgue positiva o negativamente cada una de las actitudes de los otros empleados. Obviamente la cotidianidad que se retrata es la de Sandra, y por tanto el espectador no puede sino ponerse de su parte y desear que, en última instancia, sus compañeros se decanten a su favor; pero comprendemos perfectamente la negativa de muchos de ellos a renunciar a esa paga extra, dado que, al fin y al cabo, se les somete a un dilema que es esencialmente injusto.

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Y aquí es donde, finalmente, damos con aquello que hace diferente, única, a Dos días, una noche dentro del conjunto de la obra de los Dardenne; y es que no dudan en culpar a quien lo merece de la enrarecida situación a la que han sido abocados todos los empleados de la fábrica. Si bien es verdad que dicha acusación es llevada a cabo con la sutileza y la sensibilidad características de toda su filmografía, no es menos cierto que sigue siendo patente, indiscutible.

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Porque Dos días, una noche es la respuesta de estos autores a la crisis en la que sigue sumida buena parte de Europa, y su punto de vista, al volver a alinearse con el de las víctimas y los desposeídos, no puede ser sino el del rechazo frontal a esas políticas de austeridad impuestas a lo largo de todos los países de la UE, y que a la práctica se traducen en el sacrificio de los más débiles. Por tanto, la batalla individual de Sandra pronto se convierte en trasunto de la batalla colectiva de la clase media por mantener esos derechos irrenunciables obtenidos a base de tanto sufrimiento. Que la decisión de los otros trabajadores, pues, resulte favorable o desfavorable a la atribulada heroína del relato deviene, a la postre, secundaria: lo importante es sobreponerse y mantenerse en pie, ser capaz de mirar a los ojos al jefe y decirle sin vacilar: “no tienes corazón”.

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Según lo expuesto, Dos días, una noche vuelve a ser uno de los bellos, desgarrados, brillantes, apólogos de esta pareja de realizadores que, como siempre, ofrecen la victoria –la auténtica victoria, la que realmente importa: la victoria moral– a personas en apariencia insignificantes y mediocres, y que sin embargo atesoran en su interior, como en el fondo lo hacemos todos, la infinita grandeza del espíritu humano. Un filme, por tanto, imprescindible para quienes, sumidos como estamos en un ambiente de cinismo, insensibilidad, pereza y apatía, todavía creemos en un mundo mejor y sabemos que la vida puede ser bella en el momento más insospechado, esto es, cantando “Gloria” de madrugada en el asiento de un coche o abrazando a nuestro marido en la cama de un hospital. Sublime.

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