«La sal de la Tierra»: un humanista documental de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado

El último estreno de Wim Wenders es paradigma del tipo de cine documental que dicho autor ha sabido acuñar con verdadera maestría. Y es que, a lo largo de una carrera tan plagada de aciertos como de desaciertos, pocos reparos pueden ponerse a aquellos de sus filmes que, como Relámpago sobre el agua (1980) o Pina (2011), por citar dos de los más icónicos, se dedican a bucear en la obra, las coordenadas histórico-temporales y el espíritu de uno o de varios artistas.

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Con una honestidad e inteligencia dignas de encomio, Wenders logra mantener el pulso de la dirección pero retirándose siempre a un segundo plano –por mucho que, paradójicamente, suela aparecer como persona física, real, en estas piezas–, con el objetivo de dejar que sea el creador homenajeado y sus creaciones aquello que hable con elocuencia al espectador. De ahí que sean películas muy diferentes entre sí, al estar marcadas por el universo personal y vital, pero sobre todo creativo, de autores como Nicholas Ray y Pina Bausch.

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La sal de la Tierra no es, al respecto, ninguna excepción; es más, tratándose de un documental sobre un artista cuya área de trabajo está tan indisolublemente ligada al cine como la fotografía, ello se incrementa hasta el extremo de que la mayor parte de la cinta se halla integrada por la recopilación de instantáneas de Sebastiaõ Salgado, tanto aquellas que conforman sus exposiciones artísticas como las que atañen a su vida personal. No en vano, la reconstrucción de su enamoramiento de Lélia –esposa, musa y colaboradora–, de los conflictos sociales que les llevaron a emigrar de su país o de su estancia en París no emplea reportajes de archivo, sino fotos de la época, tanto las que aparecieron en diversos medios de comunicación como las tomadas por la pareja en el ámbito privado.

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Consecuentemente, el uso de la voz en over de Win Wenders y Sebastiaõ Salgado, y también puntualmente del hijo de este último, Juliano, responde a una voluntad de glosar las imágenes y, sobre todo, las fotografías recopiladas durante el metraje, entre las cuales se insertan primeros planos de Salgado en blanco y negro –para redundar en la misma desnudez de las fotografías mostradas– cada vez que el fotógrafo está comunicando alguna emoción o idea que al director alemán le parecen especialmente relevantes.

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En realidad, la parte de documental más al uso de La sal de la Tierra atañe a la situación presente de Salgado así como a su viaje a Siberia para tomar algunas de las fotos que integran su última exposición, “Génesis”, aparte de los testimonios de Léila y Sebastiaõ padre, motivo por el cual son recogidos en color. Asimismo, buena parte de ellos, por impedimentos de agenda de Wenders, no son obra suya sino de Juliano Ribeiro Salgado, hecho que explica su presencia como coautor de la cinta.

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Pero, en cualquier caso, poco hay de “documental al uso” en un filme que, básicamente, pretende reflejar la personalidad y la obra de una persona que, como Salgado, siempre se ha interesado por el mundo que le rodea, primero como economista y activista, luego como fotógrafo social y, en última instancia, como agricultor y cantor fotográfico de la belleza del planeta en el que habitamos.

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Desde las primera imágenes de la pieza, en las que Wenders reflexiona sobre el significado etimológico del término fotógrafo –literalmente, “alguien que dibuja con luces”–, la tesis de la cinta está, en este sentido, muy clara; y todo cuanto se nos narra a continuación no viene sino a confirmarlo: Salgado es especialmente interesante, y admirable, por el profundo humanismo de su obra. Un humanismo que Wenders, y con él su público, irá descubriendo también en la filosofía de vida, en la ideología política y en el comportamiento de toda la familia Salgado, entregada a la causa común y superior de un arte que pretende dar voz a los desfavorecidos, denunciar los crímenes que se cometen impunemente en el mundo o plasmar la infinita dignidad y el infinito poder de superación del ser humano incluso en la más hostil de las situaciones.

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Para transmitir dicha tesis al espectador, Wenders estructura la historia de forma circular; así, en las primeras imágenes que se nos ofrecen de Salgado, le veremos contemplando la belleza de su paisaje natal, mientras que se nos relata como le afectó de niño ese entorno verde y frondoso y como, aún hoy en día, ejerce sobre él un efecto balsámico: el de saberse parte de un cosmos. Dicha idea es retomada, y ampliada, en el tramo final de la película, cuando Salgado ha experimentado su particular, y muy comprensible, crisis de fe, y sólo vuelve a encontrarse a sí mismo a través de la restauración, en todo su glorioso esplendor, de la naturaleza de su infancia, momento en el que, nuevamente, el fotógrafo nos será mostrado mirando la espectacularidad de la mata brasileña.

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La sal de la Tierra es, en definitiva, un documento imprescindible para quienes se declaren admiradores de la obra del autor de “Migraciones”, aunque en el fondo vaya mucho más allá; porque con él, tanto Wim Wenders como la familia Salgado hacen una contundente declaración de principios: la necesidad de seguir creyendo en nuestros semejantes y de continuar luchando por mejorar el mundo, por mucho que los resquicios para el optimismo sean exiguos. La lucidez de los responsables del proyecto es que no ocultan nada de lo que hace realmente despreciable nuestra realidad, al contrario; gracias al crudo valor testimonial de las fotografías de Salgado, La sal de la Tierra es por momentos terriblemente dura, lleva al espectador a los límites de su resistencia. Sin embargo, y si como declara el propio Salgado, “el odio se contagia fácilmente”, la película nos recuerda que también lo hace el ejemplo. Y no hay mejor ejemplo que el del valor, la generosidad y el amor. Tal vez todo se resuma en volver a una vida más simple y en comunión con la naturaleza, como la que llevan los indios Zoé; no olvidemos que, al principio del filme, se nos dice que lo que hace esclavos a esos hombres que trabajan en condiciones infrahumanas en las minas de oro de Brasil no es el trabajo en sí, sino la esperanza de adquirir riqueza: la gran trampa que aprisiona y castra todo el maravilloso potencial de la humanidad.

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