«Orígenes (I Origins)» de Mike Cahill

Galardonada con el premio a la Mejor Película en la pasada edición del Festival de Sitges, la nueva cinta de Mike Cahill sigue la línea de su anterior propuesta, la interesante Otra Tierra (2011); igual que esta, pues, se trata de un filme cuya impecable factura visual se vincula a la estética del cine independiente americano, con su gusto por los planos detalle de tipo preciosista, sus encuadres a contracorriente y su fotografía de intensa luminosidad y cargada de ruido.

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En este aspecto, la obra de Cahill guarda grandes similitudes con la de su compatriota Shane Carruth, autor de Primer (2004) y Upstream Color (2013); y es que ambos dirigen y guionizan dos cintas de ciencia ficción de bajo presupuesto y con claras pretensiones artísticas, tanto por su refinada presentación formal como por su pensado contenido de fondo. Sin embargo, a diferencia de Carruth, Cahill no da tanta preeminencia a la solidez de la tesis que estructura sus largos, y por tanto se aleja de la sutileza y brillantez, así como del componente cerebral, y a menudo críptico, de las creaciones de Carruth.

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Porque Cahill sitúa en primer plano a sus personajes, y es justamente a partir de sus emociones que construye la trama. No es casualidad, por ejemplo, que sendos protagonistas de Otra Tierra y Orígenes sean personas irremediablemente marcadas por el sufrimiento, lo que en seguida propicia una corriente de simpatía hacia esas atribuladas criaturas. Ello también explica el elemento cotidiano de buena parte de ambas intrigas, que a grandes rasgos recogen las vivencias diarias de sus principales caracteres, razón por la que, a menudo, aparecen en pantalla actos habituales, intrascendentes. De esta forma, hábilmente se les otorga a las historias un realismo que hace más creíble y efectivo su lado fabuloso, inserto con naturalidad en el seno de esas existencias a primera vista tan normales como las de los espectadores.

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En otro orden de cosas, el título original de la cinta que nos ocupa, I Origins, lleva implícito un juego de palabras intraducible al castellano pero que es ilustrador de la temática de la pieza; así, literalmente significa “Yo orígenes”, pero la fonética del pronombre de primera persona es muy parecida a la del término “eye”. Dada la vital importancia que tiene este órgano en el relato ‒no en vano, el primer plano del filme es el de un ojo‒, el título también podría ser interpretado como “Los orígenes del ojo”. ¿Y por qué se mezclan con la identidad y la autoconsciencia los ojos y la idea de un inicio primigenio?

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La respuesta no tarda en ser revelada en la cinta: porque el realizador de New Haven utiliza el rigor de una ciencia ficción nada fantasiosa ni disparatada para llevar a cabo una reflexión metafísica que especula, básicamente, con la posibilidad de una vida después de la muerte.

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Llegados aquí, conviene advertir que Orígenes no es una creación apta para escépticos inveterados o cínicos irredentos, y ello se debe, más que a su temática última, a cierta incapacidad de su autor ‒de la que también adolecía Otra Tierra‒ para despegarse de lo anecdótico, lo que a la postre dota a la obra de un didactismo New Age que lastra la calidad global del conjunto. Ello no es óbice para que Orígenes sea una buena película. Es más, dotada como está de sensibilidad y buen gusto, la cinta logra conmover al espectador con una elegancia encomiable, y se aleja de las digresiones sobre la fe y el misticismo al uso, que suelen emplear para ello simbologías vinculadas a diferentes religiones establecidas; una opción estilística que, por lo general, disminuye la fuerza de un contenido verdaderamente espiritual.

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De hecho, Cahill demuestra su pericia en este tema al construir el relato a partir del amor humano y no del divino; de esta manera, el filme recoge el periplo de Ian (Michael Pitt), un científico ateo que pretende rebatir los argumentos de los creyentes mediante su investigación sobre los ojos y que se ve enfrentado a sus propias creencias a causa de su atracción por Sofi (Astrid Bergès-Frisbey), una joven de profundas inclinaciones místicas. A lo largo del metraje, Ian oscilará entre dos impulsos opuestos, encarnados, de un lado, por Sofi y, del otro, por Karen (Brit Marlen), y que corresponderán, respectivamente, a la faceta intuitiva, irracional y sentimental de su psique, y a la mental, racional y lúcida. Con ello, se condensa esa relación antitética, y que en realidad debería ser complementaria, que se establece entre el corazón y el cerebro. De ahí que Sofi tenga los rasgos de la mujer-amante (exótica, espontánea, irresponsable, imprevisible) y Karen, los de la mujer-esposa (inteligente, firme, trabajadora, comprensiva).

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Según lo expuesto, Orígenes es una película recomendable para quienes les guste emocionarse en el cine con algo más que los recursos melodramáticos vistos hasta la saciedad, y que además cuenta con el plus de ser una bella historia de amor aderezada con una bienintencionada indagación ontológica. Aunque es verdad que ni sus ideas ni sus conclusiones son excesivamente profundas ni originales, como mínimo proporcionan algún tipo de opción espiritual diferente a nuestra sociedad, groseramente materialista. Por ello mismo, el candor de su mensaje último resulta tan entrañable y atractivo, casi… balsámico.

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