A lo largo de la historia de la literatura y la cultura universales, algunas figuras devienen arquetipos que trascienden sus simples límites discursivos para convertirse en algo más, en símbolos de una nación o de una época, de un vicio, un deseo o una heroicidad. Se constituyen, por tanto, en mitos, y, como tales, su simple mención carga consigo todas las connotaciones que la tradición ha ido añadiendo sobre la idea primigenia nacida del imaginario de un creador individual o colectivo. Como muestra, citar una de las aportaciones españolas a este caudal: la figura de Don Juan. Como es sabido, la sola mención de tal nombre implica toda una carga de referencias no sólo literarias sino filosóficas, musicales, fílmicas, estéticas, etc.; incluso es dueño de una terminología propia (v. gr. ser un donjuán, tener inclinaciones donjuanescas…). Esta clase de emblemas se fundan generalmente en un primer éxito popular, para solo siglos después ser “adoptados” por la intelectualidad. Y es que el tiempo tiene la gran virtud de poner las cosas en su lugar, y al final es él, y no la opinión de cuatro engolados expertos, el verdadero encargado de separar el grano de la paja.
En este sentido, los años no han hecho sino reafirmar a un personaje que nació dentro de los cánones de la mera literatura de consumo y que se popularizó en el formato decimonónico del serial “por entregas” desde las páginas, básicamente, del The Strand Magazine; me refiero a Sherlock Holmes. Que pese a la increíble acogida de las aventuras de este enjuto y brillante detective (por no hablar de las del profesor Challenger), Arthur Conan Doyle no recibiera un solo galardón literario ya es indicativo del bajo prestigio con que su narrativa contaba. Una depreciación, hay que decirlo, con la que suelen cargar las obras vinculadas a los subgéneros aventurero, fantástico o policíaco, no casualmente los más apreciados por el pueblo y, por eso mismo, los más denostados por la “élite”, siempre preocupada –casi patéticamente obsesionada– en desmarcarse del resto.
Sin embargo, y por lo que a la narrativa ampliamente denominada “negra” se refiere, pocos cuerpos literarios como este tienen la rara capacidad de entretener y formar respectivamente: un anhelo gestado en el vientre del mundo clásico que ha ido mutando y perviviendo hasta el presente. Sin ánimo de hacer un análisis exhaustivo al respecto, la mejor narrativa detectivesca y policíaca suele utilizar el señuelo de una trama sutilmente alambicada para diseminar reflexiones éticas y sociológicas sobre el mundo que rodea a cada uno de los misterios a resolver, así como sobre la psique, la moral y, en definitiva, el alma de las personas que lo pueblan.
Evidentemente, la evolución de la literatura popular en dicho ámbito hubiera sido muy diferente si nunca hubiera existido Sherlock Holmes. Hasta cierto punto, haciendo un reduccionismo muy simplista, se podría decir que hay dos corrientes básicas sobre las cuales se proyecta la larga sombra de este inimitable personaje: las que siguen su estela y las que la rechazan, es decir, obras en las que el protagonista es alguien especialmente dotado para la investigación, lo que sobre todo lo convierte en privilegiado espectador de su entorno, con independencia de su dispar motivación o caracterización psicológica, y aquellas piezas en las que es el acto, y no la observación, lo que prima, pues se niega la posibilidad de una interpretación racional, lógica, de los hechos, de forma que en ellas los protagonistas suelen ser los propios criminales e, incluso, las víctimas.
Aunque más antiguo que Poirot, Maigret, Wolfe o Marlowe, no fue Sherlock Holmes el primer investigador en la historia de la literatura occidental en el que se conjugarían un conjunto de dotes intelectuales y profesionales y de rasgos de la personalidad muy particulares; como claros precedentes tenemos las novelas de Wilkie Collins, el Monsieur Lecoq de Gaboriau y, sobre todo, el Auguste Dupin de Poe. Pero Sherlock Holmes es, sin duda, el más famoso de todos ellos, un honor que, a estas alturas, parece difícil que ningún otro carácter ficticio o real pueda disputarle. Que sigan publicándose las obras del detective creado por Conan Doyle en ediciones cada vez más exquisitas (reconstrucción de manuscritos, anotaciones…); que haya un sinfín de literatura de otros creadores donde se homenajee al personaje o, directamente, se le emplee de manera apócrifa; o que se produzcan periódicamente adaptaciones o refritos de sus casos a la gran o a la pequeña pantalla (como muestra, la excelente puesta al día de Mark Gatiss y Steven Moffat para la BBC), todo ello es indicativo de la pervivencia del mito. ¿Pero qué es lo que tienen en común la sociedad inglesa de finales del siglo XIX y el mundo occidental de principios del XXI para que Sherlock Holmes siga despertando legiones de admiradores y fanáticos?
Si adoptamos una perspectiva histórica, las aventuras de este detective corresponden al período de la cultura inglesa en que el imperio victoriano iniciaba el proceso de disolución que culminaría con la Primera Guerra Mundial. Los logros técnicos, científicos y culturales alcanzados por esa potencia contrastaban con las profundas desigualdades económicas que existían entre las clases pudientes y las desfavorecidas, un caldo de cultivo para la criminalidad y la violencia. La superpoblación de las grandes ciudades, especialmente Londres, condenaba a un sector nada insignificante de personas a la marginalidad. La invención de Holmes nacería, pues, como respuesta a un deseo colectivo de acabar con esa criminalidad, sería la figura del salvador capaz de enmendar las chapuzas del estamento dirigente, con unas fuerzas de seguridad que despertaban tan poca confianza como sus políticos (recordemos que un año después de la publicación de Estudio en escarlata se cometerían los famosos asesinatos no resueltos de Whitechapel). O dicho de otra forma: Holmes nace en el seno de una sociedad en crisis, o a punto de estarlo.
Comparando este contexto con nuestra realidad actual, puede decirse que, lamentablemente, algunas cosas no son muy diferentes hoy en día (y aquí resuena el lampedusiano “cambiarlo todo para que nada cambie”), por mucho que se hayan limpiado, civilizado, domesticado. De hecho, es de sobras conocido el desapego de la ciudadanía de medio mundo, y en concreto de Occidente, respecto a la labor de sus dirigentes; una actitud que viene marcada, en parte, por un conformismo egotista e infantil aprendido casi desde la cuna con la asunción del American Way of Life, pero también por un sentimiento de decepción y nihilismo vinculado al (merecido) desprestigio y hundimiento del Segundo Mundo, lo que a la postre parece confirmar las pesadillas kafkianas de la impotencia del individuo frente a la monstruosa maquinaria de un sistema que dirigen grandes corporaciones sin rostro y sin corazón. Por mucho que podamos conectarnos desde nuestros smartphones en cualquier momento con cualquier parte del mundo, el ser humano nunca ha sido más individualista, menos gregario, y lo que se ha dado en llamar “sociedad de la información” debería recibir el nombre, más adecuado viendo la saturación de mensajes contradictorios, superficiales y poco contrastados que recibimos, de “sociedad de la confusión” o “de la desinformación”.
Entre otras cosas, eso sería una razón por la que un personaje en apariencia trasnochado sigue despertando pasiones; Holmes es, desde la primera vez que el lector le conoce, un antisocial, un marginado consciente, y hasta orgulloso, de serlo, alguien que no se deja aplastar por los poderosos, ajeno a las convenciones y aspiraciones comunes de su época y regido por un código de conducta tan poco convencional que es libre de una forma en que la mayor parte de seres humanos ni siquiera podríamos soñar, lo que le hace inevitablemente fascinante a los ojos de un lector/espectador que ansía evadirse de una realidad que no le satisface. Nadar completamente a contracorriente, creer tener la razón en solitario frente a la mayoría puede muy bien ser síntoma de un trastorno psíquico, lo que no es óbice para que figuras que lindan con la sociopatía, como el propio Holmes, Alceste, Harry Haller o Holden Caulfield (por citar a algunos de los más famosos) se agranden, pese a sus defectos, en comparación a su realidad, generalmente pacata y mezquina. A Holmes no le importa un bledo la opinión ajena y se permite ningunear a la alta nobleza y hasta al mismísimo Primer Ministro. No quiere ni poder ni riqueza, y la fama le importa en tanto artista pionero de un método que sigue siendo poco explorado. Y es que hay que decir que la formación de Conan Doyle, con la influencia del forense Joseph Bell al frente, explican los conocimientos prácticos y teóricos en los que se basa la incontestable metodología holmesiana. Pero es sin duda mérito exclusivo del escritor escocés su talento para exponer de forma amena, sugerente y didáctica principios científicos a priori áridos para el profano.
Tal vez sea exagerado hablar de “pretensiones filosóficas” en las novelas y relatos centrados en el detective de Baker Street, lo cual no implica, sin embargo, que carezcan de moral, valores, temática y visión del mundo: tienen de todo, como la narrativa de Jim Thompson o de James M. Cain; lo que sí es cierto es que reflejan de forma certera una realidad conflictiva a punto de desmoronarse, en la que una especie de dios grecorromano (siempre omnipotente y a menudo insensible) interviene en los asuntos humanos para enmendarlos, siquiera de manera provisional. ¿No es sintómatico que precisamente en momentos difíciles como los presentes, de pérdida de valores y confusión, proliferen las obras de evasión en que un héroe de atributos superiores a la media venga a “desfacer entuertos”? ¿Qué son, si no, las novelas de caballería de las que se reía Cervantes –no sin cariño, por cierto–? ¿Y ese boom en el Hollywood actual de las películas de superhéroes?
Por otro lado, la deslumbrante caracterización del personaje carga consigo otros rasgos que evidencian el paradójico estado de cosas de la sociedad inglesa de su momento, como si de alguna manera él mismo encarnase la condición de “gigante con pies de barro” que a la sazón era el conjunto de la sociedad británica. Así, el origen de Holmes en el seno de una familia de terratenientes parece explicar su porte aristocrático y su cultura; ello no obstante, sus conocimientos en algunos ámbitos esenciales del saber humano son muy deficientes o nulos, mientras que, a menudo, sus modales carecen de las mínimas formas que cabría esperar de alguien con su educación. Su inteligencia es colosal, basada en la aplicación científica del método deductivo a rajatabla; pero su corazón es áspero, poco cálido, distante. Siguiendo con el paralelismo, Gran Bretaña dominaba el mundo, había creado maravillas tecnológicas deslumbrantes, hecho increíbles descubrimientos científicos… Sin embargo, muchos de sus ciudadanos vivían en condiciones infrahumanas y sus relaciones con las potencias exteriores eran, cuanto menos, delicadas. ¿No es pues, Holmes, epítome de un mundo que lo tiene todo para ser grande, rico y feliz, y que, sin embargo, no acaba de encontrar el equilibrio? ¿Un mundo cuya avaricia colonialista terminará por explotar en una orgía de sangre?
¿Y no sucede lo mismo con nuestra Tierra globalizada, en que cada vez más toda la riqueza se va concentrando en manos de unos pocos mientras el resto van viéndose paulatinamente privados de más cosas? ¿Unos pocos que solamente ansían acumular bienes como si ello les pudiera salvar de la mortalidad, no importa que destruyan el planeta para sus descendientes o que sus semejantes se conviertan en meros “daños colaterales”? ¿Y unos muchos que querrían formar parte de esa oligarquía y que viven sin revelarse con la esperanza –con seguridad nunca satisfecha– de tener su parte del pastel? ¿Un mundo-escaparate que muestra el lujo y el dinero como la esencia del triunfo y olvida lo poco que en el fondo realizan las comodidades? ¿Un mundo huero, superficial, fragmentario, de apariencia y no de sustancia?
A la postre, Holmes, su sociedad y su época no son sino la piedra de toque, fundacional, de esa perversa construcción denominada “capitalismo” que rige el mundo, la cual, tras la Segunda Guerra Mundial, ante el terror bolchevique, hizo un profundo lavado de imagen (en Occidente, se entiende: en el Tercer Mundo siempre se ha mostrado tal cual es, una herramienta para exprimir, literalmente, a las otras personas) pero que ahora, libre de amenazas revolucionarias (bueno… o así se lo hacen creer la pasividad, el egoísmo y la ignorancia imperantes…), está empezando a volver a sus orígenes y a arremeter contra el Estado del bienestar como si fuera un lujo innecesario o, lo que es peor, inmerecido. Holmes, el intelectual, frío, cerebral Holmes, podría encarnar una civilidad very British, que reprime los sentimientos y ensalza el ingenio, de no ser porque es ajena a las alambicadas sutilezas de los buenos modales y rechaza la mojigatería burguesa. Al respecto, Holmes suele burlarse despiadadamente de quienes no quieren ver a los seres humanos tal y como son, esto es, animales movidos esencialmente por sus instintos más primarios, entre los cuales se cuentan también las emociones, por supuesto.
Pero hay más: está claro que al detective no le impresionan ni los títulos, ni la belleza física, ni el dinero; ni tan sólo, hay que tenerlo muy en cuenta, la inteligencia, si es que ésta no se encuentra templada por un sentido del deber cívico. De ahí que, por muy admirables que sean las dotes del profesor James Moriarty, su falta de escrúpulos hace que Holmes siempre se considere superior a él, dado que manipular, matar, estafar y aprovecharse de las debilidades ajenas, si se tiene un intelecto superior, es fácil; no hacerlo es lo meritorio. Alguien como Holmes, evidentemente, tiene un código de conducta ética muy personal, ajeno por completo a las costumbres sociales en decadencia, afectadas por el típico desencanto fin de siècle que, evidentemente, nuestra sociedad en crisis también está experimentado. Por ello, a menudo despiertan en él magnanimidad o simpatía comportamientos que demuestran honestidad, valentía y capacidad de amar y de sacrificarse, y le da igual si éstos se enmarcan en el marco de la legalidad y el orden imperantes o bien chocan frontalmente contra ellos. De ahí que no le importe dejar escapar a un ladrón primerizo para que pueda enmendarse o librar de la horca al asesino de un maltratador, mientras que ningunee e incluso ridiculice a grandes fortunas o a miembros de la nobleza o el poder público, aun cuando sean personas socialmente intachables, si detecta en ellos estupidez, arrogancia o falta de franqueza. En general, Holmes es mucho más tolerante con los vicios y los crímenes de los humildes que con los perpetrados por personas de clase alta, lo cual en parte explica su gran popularidad, y es un concepto muy de su época que sigue vigente en nuestros días, al entender la importancia de la presión del medio para casi forzar determinados comportamientos dentro de determinados contextos, mientras que las personas de buena cuna carecen de semejante excusa darwinista. Y que alguien así se permita compadecer a los desfavorecidos, ser severo con los poderosos y tener una cierta inclinación a empatizar con las personas de buen corazón no deja de ser indicativo del tipo de personaje que suele calar hondo en el subconsciente colectivo, alguien que, más allá de como sea su carácter (y el de Holmes, recordémoslo, no tiene nada de simpático, más bien resulta desagradable), alcanza la categoría de héroe por la sencilla razón de que desprecia como fruslerías los anhelos y las maquinaciones de quienes dirigen el mundo y, en cambio, entiende, siquiera a un nivel intelectual, qué es lo realmente digno de admiración en esta vida; y, si no, ahí está John Watson para recordárselo.
Precisamente, una de las grandes bazas del universo holmesiano es su psicologismo, cimentado sobre la estrecha relación que el detective mantiene con el doctor Watson, y de cuya interacción surge finalmente la Weltanschauung del autor. Tengamos en cuenta que, desde que Cervantes creara el diálogo entre dos caracteres aparentemente opuestos para hacer avanzar la acción narrativa de forma rica y poliédrica, gran parte de la novelística occidental ha acuñado parejas de personajes cuya fuerza se basa precisamente en esa condición a la vez antitética y complementaria: Andréi Volkonski y Pierre Bezújov; Frodo Baggins y Samwise Gamgee; Phileas Fogg y Jean Passepartout; Sydney Carlton y Charles Darnay; Iván y Alexei Karamázov; etc. Holmes y Watson responden a este dualismo y, sin rozar nunca las profundidades de los grandes novelistas de la historia, las criaturas de Doyle encarnan perfiles psicológicos que, desde los trabajos fundacionales de Jung hasta los eneagramas de Ichazo y Naranjo, pasando por la caracterología de Kretschmer, se constituyen en compendios de rasgos psíquicos y morfológicos. En otras palabras: el corpus holmesiano también sigue siendo atrayente para el lector bajo una perspectiva psicológica.
Como por desgracia el público está más acostumbrado a conocer a ambos personajes de segunda mano, mediante las relecturas de otros autores y no acudiendo a los originales de Conan Doyle, se perpetúan muchos de los tópicos que nunca, repito, nunca aparecieron en las páginas del autor escocés, como el clásico atuendo de Holmes con capilla y sombrero de cazador, invención del ilustrador Sidney Paget, o la frase “Elemental, querido Watson”. Justamente, la más perniciosa de esas deformaciones instituidas por la tradición visual y fílmica y por la ignorancia de las fuentes impresas es la caracterización del compañero de aventuras del detective, en general convertido en un tipo soso y de lo más vulgar, cuando no en un pelele cómico y tonto. ¿Qué hace Holmes siendo amigo íntimo de semejante prenda? ¿Es que don Sherlock parece alguien necesitado de una mascota que “le ría las gracias”? En absoluto; si Holmes es tan amigo de Watson es por dos razones afines y esenciales: la primera, porque el buen doctor no sale corriendo ante él, más bien al contrario, lo que sin duda hace del médico una persona diferente de la media, a la que no le asusta la excentricidad de Holmes, sino que le fascina, hasta la comprende, pues él mismo tiene un poco de outsider, siendo como es, un ex-combatiente; y la segunda, porque Holmes ve en Watson algunas de las pocas virtudes que él es capaz de apreciar, tales como honestidad, nobleza, valentía, generosidad… Pensemos que Holmes a menudo se ríe de la que gente que se cree lista y es engañada, pero nunca de la inocencia truncada de alguien movido por motivos altruistas.
Recordemos que Watson no sólo es coprotagonista de las historias, sino que las narra en primera persona, en tanto biógrafo oficial de Holmes, y que por ese motivo son su visión y sus opiniones (y no sólo acerca de su mejor amigo, sino de cualquier asunto en general) lo primero que recibe el lector. Desde el principio, y aunque podría pensarse que se limita a adoptar el clásico rol del narrador-observador de los protagonistas (como lo sería el insignificante Loockwood de Cumbres borrascosas), Watson demuestra estar concebido como un personaje psicológicamente complejo, que carga con un pasado traumático y un futuro incierto. Dado que debe dar réplica creíble al héroe de la función, hacer de él el pelele, entrañable pero algo lelo, que acostumbra a aparecer en las adaptaciones de los casos de Holmes como simple vehículo para que el público pueda entender sus procesos deductivos, hubiera sido un error que Conan Doyle no cometió. Cierto que la personalidad de Watson no deslumbra como la de Holmes pero, analizándola detalladamente, no es la encarnación del ordinary guy que han pretendido hacernos creer autores como Billy Wilder o Terence Fisher; o, peor aún, la de un buenazo que aguanta a Holmes a base de grandes dosis de bobería e ingenuidad. Es más: si comparamos la vida de Conan Doyle con la biografía de Watson, vemos que ambos son médicos, que ambos escriben, que ambos estuvieron en África y que ambos enviudaron y contrajeron segundas nupcias. No es descabellado afirmar, pues, que hay algo de Conan Doyle en Watson, como lo hay de Joseph Bell en Holmes. Y, obviamente, nadie haría de un personaje inspirado en sí mismo un tonto. A ello hay que añadir el hecho de que, conforme la figura de Holmes se convertía en una entidad cada vez más autónoma, propiedad de los lectores y no de su creador, Conan Doyle más se esforzaba por minimizar la influencia de su criatura sobre el conjunto de su obra, de ahí el intento (frustrado) de enterrarlo en unas cataratas suizas y poder dedicarse así a obras más elevadas. Y de ahí, también, que, una vez vuelto de la tumba, Holmes empezara a aparecer como estrella invitada de sus propias aventuras, de forma que el peso de la trama –y las simpatías del autor– recaería paulatinamente con mayor intensidad sobre Watson.
Y es que John Watson no es un mindundi de tres al cuarto; de extracción inferior a la Holmes, pero por supuesto de familia burguesa, estudió medicina y se alistó en el ejército precisamente para tener garantizado el ejercicio de su profesión (de hecho, mientras esperaba en vano a los pacientes, Conan Doyle mataba el tiempo escribiendo). Participó en la Segunda Guerra Anglo-afgana, fue herido en combate y contrajo un severo tifus que apunto estuvo de acabar con él y que le llevó a ser licenciado del servicio con honores. En tanto cualificado médico vocacional, Watson es alguien de inteligencia superior a la media, inclinaciones altruistas, capacidad de empatía y dotes psicológicas, y sin duda sensible al dolor y al sufrimiento ajenos. Y en tanto héroe de guerra, está acostumbrado a la disciplina militar, al peligro y al sacrificio. Valiente, honesto y decidido, ha visto la peor cara del mundo y de las personas que lo habitan pero, pese a ello, sigue siendo consciente de que existe también la belleza, la nobleza y la dignidad, y no ha perdido la fe. Y es seguramente esta dualidad del personaje –la combinación de su pulsión humanitaria y su inmanente bondad con la lucidez y la fortaleza para encarar los horrores que existen en la vida– aquello que le hace comprender a Holmes y, más importante aún, lo que de Watson atrae al despegado detective.
Holmes es alguien brillante y megalómano que, sin llegar a la misantropía, está harto de las debilidades y las estupideces del prójimo, pese a lo cual, y paradójicamente, dedica su vida entera al estudio constante de dichos defectos humanos, con la visión de un entomólogo fascinado por esas pulsiones tan ajenas a él (celos, codicia, envidia…). Quizás por ello su intelecto superior esté al servicio de la resolución de misterios cotidianos en vez de ocupado en tareas más profundas. ¿Por qué no se dedicó a cultivar alguna ciencia o alguna tecnología? Con sus capacidades podría haber propiciado grandes descubrimientos o creado magníficos inventos. En vez de ello, se convierte en un experto del lado oscuro del ser humano, cuya progresiva inmersión en él más le priva de disfrutar de algunos de los placeres de la existencia, tales como la belleza femenina o el lujo (para él, dos fuentes muy peligrosas de deseo, acechanza y, finalmente, crimen). Su mente calculadora y matemática se mueve desapasionadamente y, si bien es capaz de tener sentimientos (lo vemos a menudo entusiasmado o enojado), no parece que se los despierten las personas en sí, sino los actos (buenos o malos) producidos por ellas.
Que Watson sea el perfecto colega para un oficio muy peligroso vinculado a la criminalidad y la sordidez lo prueban su formación médica y su experiencia militar. Pero, más allá, John Watson es su amigo, su único amigo de verdad, ante el único que duda y vacila, al único que intenta educar en su arte deductiva, el único que puede gastarle bromas, del único que se preocupa. Y sus simpatías por Watson proceden de la bondad del corazón del doctor, es cierto; pero es que en esa bondad está la capacidad de Watson de ver a Holmes como lo que realmente es, esto es, un ser humano. Watson admira profundamente a Holmes y está tan convencido como el propio detective de la superioridad intelectual y, ya puestos, moral (aunque sea contraria al establishment) de su amigo. Sin embargo, igualmente ve algo que los otros parecen incapaces de detectar: su parquedad emocional, su aislamiento, su íntima y recóndita fragilidad. Y John Watson no puede sino compadecerle. Compadecer ese gran cerebro atrapado en un cuerpo que sólo tiembla de emoción ante las descargas de adrenalina, pero que no sabe disfrutar del amor. Que necesita estar constantemente activo o si no cae en un profundo sentido de la vacuidad de la existencia, en ese aburrimiento ontológico que produce la lucidez absoluta de la absurdidad de la vida y, por ende, de uno mismo. Que calcula, que mide, que intriga, que recurre a su particular combinación de drogas cuando Watson le anuncia que deja Baker Street para contraer matrimonio en el triste final de El signo de los cuatro.
Según lo expuesto, queda probada la capacidad del escritor escocés de dibujar criaturas de gran verosimilitud psicológica, motivo por el cual sorprende el hecho de que tienda a cincelar a los personajes malvados con una brocha notablemente gruesa. Podría creerse que ello responde a una limitación de su talento, a una incapacidad de oficio para hacer de los antagonistas de Holmes seres tan humanos, tan profundos, como él mismo. Pero dicha caracterización dispar de los héroes y de los villanos responde, en realidad, a una decisión ética y no estética por parte del autor, que pone en primer plano el mensaje de fondo de su obra, marcadamente moral. Que los dos protagonistas –y muchos de los principales personajes de las novelas y los relatos– sean sofisticados y complejos, mientras que en general los villanos sean burdos, vulgares y planos, tiene la clara intencionalidad de evitar que el lector los perdone, los disculpe o los comprenda. Solamente las víctimas (entendidas estas en el sentido más amplio, incluso como víctimas de sus circunstancias) son descritas para despertar nuestras simpatías o nuestra curiosidad; de ahí que las haya inocentes o culpables, adorables u odiosas, atormentadas o decididas, dulces o arrogantes… Pero quienes roban, matan, estafan y delinquen sin excusas sociales o vitales, o quienes lo hacen por placer y con asiduidad, solamente pueden despertar en nuestro ánimo rechazo, indignación. Por tanto, este tipo de personajes siempre termina por recibir su merecido castigo, venga este de manos de un Holmes descubriendo su culpabilidad o de un Deus ex machina que restablece el equilibrio entre el bien y el mal en un mundo en apariencia injusto y caótico. Esta moralina última revela un sentido religioso de la existencia, en el que ningún acto queda libre de consecuencias y en el que nada sucede de forma gratuita. Dicha idea puede parecer ingenua al lector de nuestros días, pero no hay que olvidar que Conan Doyle estuvo vinculado al espiritualismo cristiano y dedicó buena parte de su vida a la indagación ocultista, esotérica y paranormal, algo chocante para el pensamiento actual, pero que sin embargo causó furor entre ciertos círculos de la intelectualidad de su época (ahí está, por ejemplo, la poesía de W. B. Yeats). Recurrir a nuevos cauces cuando los convencionales son insuficientes o erróneos es propio de los espíritus inquietos, que buscan sentido y esperanza en un universo en apariencia ciego, ininteligible. Quizá ello tenga mucho de cobarde o de naïf, pero aún hoy sigue siendo reconfortante saber que no todo puede ser explicado racionalmente y que el blanco y el negro no son más que dos extremos de las diferentes tonalidades de gris. Semejante visión, mística y espiritual, de la realidad puede parecer la antítesis del cerebral método deductivo de Holmes; pero el propio investigador privado se valdrá a menudo de la intuición para seguir una pista u otra, mientras que no tendrá ningún problema en afirmar que la verdad puede ser ilógica o improbable, o que el buen detective debe tener la mente tan abierta como vasta y compleja es la naturaleza, en la que verá, además, coincidencias o casualidades de significado oculto que las mentes superdotadas como la suya están obligadas a descifrar en bien de la humanidad. Y tal vez esa paradójica capacidad de ser recalcitrantemente empírico pero no obviar nunca las posibilidades infinitas que encierra el universo den a las aventuras del detective londinense, en última instancia, un matiz más romántico de lo que a simple vista pudiera parecer.
En resumidas cuentas, el género políciaco, detectivesco y, más ampliamente, de thriller o noir, nunca habría sido el mismo sin Sherlock Holmes. Por analogía o por oposición, todos los grandes personajes que pueblan las páginas y las pantallas de este amplio conjunto de la ficción narrativa parten de esa figura germinal. Ya sea en las frías montañas de Twin Peaks o en las cálidas calles de San Francisco; ya sea tomando el té en un tranquilo pueblecito inglés o tras los barrotes de una celda; ya sea en un barrio de Ystad o de Bern; ya sea en ciudades ficticias, como Santa Teresa o Vigata, o en reales, como Barcelona o París; ya sea en el pasado de Lindsay Davies o en el futuro de Philip K. Dick. Al final, en estos universos dispares y eclécticos aparecerá el héroe, o el antihéroe, dispuesto a arreglar los problemas, o a crearlos, preclaro y cuerdo o profundamente desequilibrado, siempre excepcional en cuanto ajeno a las convenciones de su tiempo y al pensamiento mayoritario, aunque a veces viva marginado y otras se halle instalado en la cumbre de la fama y el prestigio; infatigable y a menudo obsesivo; tenaz y a menudo intransigente y tozudo; valiente y a menudo temerario; en busca de la justicia o de la venganza; incorruptible o corrupto; seductor y mentiroso o repelente e insufrible; inteligente y egotista; analítico e hipocondríaco o sensible, intuitivo y altruista. En definitiva, un personaje irreal pero profundamente realista, redondo y complejo, que intenta ser cercano a su lector de carne y hueso para moverle, para despertar en él el esencial pathos que le implique en esa indagación, muchas veces oscura y dolorosa, en las simas del corazón de los seres humanos.
A la postre, la trascendencia de Holmes ha sido tal que ha superado los límites de la ficción y, como sucede con cualquier obra artística de calado, ha logrado trasmutar su misma realidad; así, desde la figura histórica de Eugène-François Vidocq, a quien podríamos calificar de padre de la criminología, la celebridad del ficticio detective de Baker Street ha elevado la tarea del investigador público o privado a los altares de la admiración popular, convertido de este modo en epítome de sagacidad, constancia, honestidad y denuedo. Más aún: por su afán incansable de encontrar una verdad oculta, no importa cuán enterrada esté o cuán terrible pueda resultar su descubrimiento, el detective ha devenido en el inconsciente colectivo un héroe afectado a menudo de malditismo, cuando no de tragedia , entregado como está a un trabajo duro, estresante y peligroso y, encima, a menudo recompensado con el ostracismo, la soledad, el dolor o la melancolía (en cierta manera, el protagonista de Edipo Rey de Sófocles es un “detective” trágico avant la lettre). Como apunte final, habría que sumar a todo ello el hecho de que la difusión entre el gran público por parte de Arthur Conan Doyle de unos métodos basados en un análisis científico y minucioso de las evidencias aportó su granito de arena, siquiera de modo testimonial o informativo, a la adopción final de semejante metodología por las fuerzas del orden dentro de la moderna investigación criminal. Por todos estos motivos, auguro que, afortunadamente, vamos a poder disfrutar de las peripecias de nuestro admirado Sherlock durante muchos, muchos años.
Me gustó mucho. Gracias !