Mucho se ha especulado sobre la eclosión de las películas de superhéroes en los últimos años, un subgénero muy acotado del cine de aventuras que está viviendo un momento de auge. Algunas voces atribuyen el fenómeno a los tiempos de crisis que vivimos, al deseo subconsciente y colectivo de un héroe que imparta justicia. Sin embargo, con ello se obvia que el público masivo de las salas de proyección siempre ha acudido a estas –y siempre lo hará– buscando la evasión, mientras que el inicio de esta tendencia se remonta al año 2000, cuando nadie auguraba el crac financiero de 2008 y Bryan Singer estrenaba su primer X-Men.
De hecho, la explicación radica en motivos más simples: por un lado, quienes potencialmente pueden asistir a los pases de estos filmes son los que han leído, o leen, alguno de los cómics de los que parten, una masa social muy inferior, por supuesto, al de un estreno de éxito en taquilla, pero que ha crecido exponencialmente en las últimas décadas. Ello se ha producido por un cambio cultural basado en la implantación de un modelo de comunicación visual que ha relegado la palabra escrita a un segundo término ‒de ahí que los cómics de las grandes editoras de consumo posean cada vez más imágenes y menos texto‒ y también porque, si bien antes los denominados “tebeos” eran una forma de expresión de connotaciones infantiles, útiles a guisa de trampolín para acostumbrar a los más jóvenes a las lecturas “serias” ‒un hábito que solía abandonarse con la adultez‒, hoy la edad media de su lector se ha ampliado notablemente (una postergación en nuestra sociedad de la madurez que no es este el lugar para analizar). Por otro lado, además, se ha dado la circunstancia afortunada de que la editorial más popular del sector, la estadounidense Marvel, ha logrado llevar a cabo cintas de buena factura, con artesanos dotados –incluso con autores– tras las cámaras, con estrellas delante de ellas y con la habilidad para recoger en sus guiones aquellos rasgos distintivos que han hecho famosos, queridos y entrañables para generaciones de lectores a cada uno de los personajes de papel. Para ello ha sido necesario que Marvel abriera una productora propia, la cual, al ser absorbida por la Disney, se ha convertido en una división con presupuesto y medios y, sobre todo, con capacidad para cuidar los productos que salen de su potente maquinaria.
En este sentido, la saga protagonizada por el Hombre de Hierro encarna de forma modélica las virtudes, pero también los defectos, de este tipo de cine de evasión; aunque, por lo que respecta ya concretamente a su última parte, es menester señalar que la balanza se inclina decididamente a favor de sus excelencias y no de sus carencias, hasta el extremo de devenir la más redonda de todas ellas.
Para empezar, el cambio de director no podría haber sido más propicio; y es que Shane Black no solo se ocupa de dirigir con pulso firme y habilidad la película, sino que también es coguionsita de la misma. Bregado como está en las lides de escribir action movies, y en la estela de su prometedor debut tras las cámaras ‒la “metafílmica” y aguda Kiss Kiss Bang Bang (2005)‒, Black emplea la voz en off de su protagonista para construir la trama en narración diferida, lo que le otorga un tono de distanciamiento y templanza que ejerce de refrescante contrapunto al conjunto de situaciones al límite que el espectador va a presenciar en una acumulación in crescendo, y que culminarán en la grandilocuente y fáustica batalla final. Con ello, además, se introducen en el relato leves pinceladas de reflexión sociológica, como la corrupción de los círculos de poder, la manipulación mediática o los monstruos que podemos crear con una conducta egoísta e insensible a las necesidades del resto de personas, lo que aplicado a la política americana equivale a decir al resto del mundo. Tales consideraciones retoman las que ya se esbozaban en Iron Man (2008), pero esta vez tienen un poso mucho más irónico, cualidad esta que, por otro lado, es aplicable a todo el humor de la cinta, impregnada de un ingenioso tono de parodia autoreferencial de lo más estimulante, como prueba el personaje encarnado por Ben Kingsley (El Mandarín).
De hecho, la incorporación al reparto de este gran actor inglés es uno de los aciertos de la pieza, junto al de la siempre elegante Rebecca Hall (Maya Hansen), que dan réplica al excelente dúo protagonista de la saga, Gwyneth Paltrow (Pepper Potts) y Robert Downey Jr. (Tony Stark), demostrando este último una vez más el inmenso actor que es con un carismático y complejo personaje que se diría haber nacido para encarnar.
Pero hay más: si en Iron Man (2008) Jon Favreau le había impreso a un guión infinitamente más trabado y verosímil ‒dado el carácter de presentación del universo de Tony Stark y la descripción de su proceso de epifanía‒ un acento de chirriante videoclip, especialmente por lo que atañía a las escenas de acción; y si dicho rasgo estilístico lo heredaría Iron Man 2 (2010), algo muy perjudicial para una obra de tan endeble armazón narrativa, en Iron Man 3 se abandona semejante envoltorio y, acertadamente, la realización se apoya en la interacción de los personajes y en un montaje dinámico y vertiginoso, que cuenta en su seno con flashbacks, acciones paralelas, elipsis, etc. De esta forma Black solventa con nota la difícil papeleta de orquestar un espectáculo circense con varios frentes simultáneos, algunos tan sutiles como los que inciden en el engarce con las películas precedentes.
Y es que, en realidad, ahí radica justamente la clave de Iron Man 3, pues su propósito último no es otro que el de concluir de forma brillante y definitiva las peripecias de este magnate de la industria armamentística convertido en superhéroe, objetivo para el cual sus responsables optan por llevar al paroxismo, con ingenio, donaire y desfachatez, todas las situaciones planteadas anteriormente. A la postre, ello hace del filme un espectáculo realmente hábil y ocurrente, aparte de terriblemente cachondo, al que no enturbian apenas los flecos sueltos de guión, el tono desmedido de muchas de sus situaciones o la inadecuación para sus respectivos papeles de Don Cheadle (James Rhodes) y Guy Pearce (Aldrich Killian). En definitiva, pues, entretenimiento de primera clase.