La última película de David Cronenberg recupera el excelente tono creativo al que nos tiene acostumbrados los últimos años tras el traspiés de Cosmópolis (2012). Y si cito este filme no es para hacer hincapié en que se trata del único de su autor desde el lejano Spider (2002) donde los resultados no han estado a la altura de sus intenciones, sino porque su punto de partida es muy similar al que articula Maps to the Stars, esto es, un retrato inmisericorde y fantasmagórico sobre la realidad en la que habitan quienes se hallan en la cúspide social de nuestro mundo: un genio de las finanzas en Cosmópolis, y aquí, celebridades de Hollywood.
Cabe señalar, sin embargo, que la adaptación de la novela de Don DeLillo pecaba de una estilización formal cuya pátina de frialdad y distanciamiento sofocaba la mordacidad de su temática –un defecto heredado del original literario–, mientras que en Maps to the Stars sucede todo lo contrario: se trata de una fábula extrema e inquietante, con una cadencia más próxima al Cronenberg de la “nueva carne”, que combina con maestría el cuento de terror, la comedia negra y el melodrama.
Al respecto conviene señalar que buena parte del mérito de la pieza radica en el brillante guión de Bruce Wagner, asentado sobre la potente alegoría del término “estrellas” para denominar a los intérpretes de la cinematografía americana. Con semejante punto de partida, Wagner sobre todo se interesa por las “constelaciones” (familias de estrellas) y apenas da cabida a la descripción, por otra parte tan manida en el género del cine dentro del cine, de los entresijos de la industria. De hecho, las pequeñas miserias cotidianas del mundillo fílmico de Los Angeles, ilustradas básicamente mediante el personaje de Havana (Julianne Moore), sirven solamente de contrapunto, más o menos hilarante, para el argumento principal de la cinta. Centrada en la “complicada” historia familiar de los Weiss, la propuesta acaba por convertirse en una puesta al día satírica y antiheroica de las tragedias griegas; de ahí el “pecado primigenio” cometido por los progenitores, Stafford (John Cusack) y Christina (Olivia Williams), que impondrá a sus hijos una ανανκη digna de los Labdácidas o los Atridas.
De hecho, la misma estructuración de los acontecimientos, con incógnitas parciales encaminadas a un clímax final, hace pensar en Sófocles, mientras que la presencia explícita del elemento sobrenatural es un reflejo de la ausencia de fronteras entre lo real y lo irreal típico del corpus grecolatino. Con lucidez, Cronenberg incorpora dicho componente fantástico en forma de augurios premonitorios y apariciones espectrales sin efectismos o marcas discursivas, con la misma naturalidad que el resto de sucesos de la trama.
Dado que estas alteraciones de la normalidad solo parcialmente pueden ser explicadas como alucinaciones, sueños o delirios causados por el abuso de las drogas y el alcohol –o por severos trastornos psicológicos incubados en una infancia traumática–, ello refuerza más todavía la sensación del espectador de estar inmerso en un universo mitológico. Asimismo, la presencia continua de dos fuerzas elementales purificadoras y antitéticas, el agua y el fuego, hace de ambas dos polos de atracción simbólicos, no solamente vinculados a su imaginería clásica, sino también psicoanalítica –los roles del hombre y la mujer–, y mediante ellos se vinculan otras “constelaciones” cercanas a la de los Weiss, lo que le da un significado todavía más cruelmente irónico a esos “mapas estelares” a los que alude el título del filme.
Por otro lado, este inteligente y sutil material de base es plasmado por el realizador canadiense con el talento que le caracteriza, de ahí la grisura de la fotografía y el deslustre de las imágenes, recursos con los que enfatiza en el prosaísmo de las vidas de los personajes –los vemos comer, fumar, cagar, follar, mear, beber, vomitar…– para evitar cualquier tipo de efecto catárquico.
Y es que esos seres zarandeados por los designios de un destino adverso no son héroes épicos, sino criaturas inmaduras, estúpidas y ególatras que solo la mirada ajena –la mirada del espectador– ha convertido en semidioses. Que ello se articule, además, alrededor del contraste establecido entre los modelos nobles y elevados de la tradición clásica y los vacuos y patéticos de nuestra contemporaneidad dota a la película de unas cotas de sarcasmo y causticidad pocas veces igualadas en la historia del séptimo arte. Cronenberg logra así algo al alcance de muy pocos, y es tocar un tema muy trillado desde una perspectiva inédita, entre íntima y mítica, al focalizar la obra en los microcosmos ocultos tras las lujosas fachadas de Beverly Hills en general, y en los vástagos nacidos en su seno en particular; unos descendientes condenados de por vida a la monstruosidad y a la soledad, como Minotauros atrapados en el laberinto de la celebridad y el lujo.
En resumidas cuentas, pues, Maps of the Stars es un cuento siniestro sobre los demonios de la mente y la corporeidad de los mismos en un ambiente endogámico y aparencial, en el que la libertad solo es posible con la muerte –como ejemplifica el poema de Paul Éluard obsesivamente recitado por Agatha (Mia Wasikowska)–. Y si en este caso concreto se enmarca en el huero glamour de la industria de Hollywood, antes lo hizo en un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra, en una clínica ginecológica, en la China maoísta o en un hospital suizo. Puro Cronenberg, en definitiva.