“Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener” Sancho Panza (El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes, 2ª parte, cap. XX).
Envejecer, en general, nos lleva a pensar que, como ya decía Jorge Manrique en el siglo XV, “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Mi perspectiva no es exactamente esa, pero es bien cierto que, comparando mi infancia con mi presente, más que advertir que han empeorado las condiciones materiales del mundo –hambrunas, guerras y crisis no han dejado de suceder nunca, aunque sea en partes del globo alejadas de mi entorno próximo–, lo que sí he advertido a mi alrededor es una profunda degradación moral. Hago aquí un inciso para aclarar que el concepto de “moral”, que no es una invención cristiana pero que sí ha sido muy usado (y abusado) por esta religión, significa “Conforme con las normas que una persona tiene del bien y del mal” (DRAE, 23.ª Ed., 2014). Y ahí es donde, examinando mi vida, que ni siquiera llega al medio siglo, he advertido una transformación negativa en mi sociedad más cercana.
Porque, paulatinamente, se ha impuesto un relativismo endémico respecto a lo correcto y a lo incorrecto que, más que propiciado por disquisiciones filosóficas, se ha convertido en una excusa para que el egoísmo más aberrante campe a sus anchas sin remordimientos de conciencia y, lo que es peor, sin censura colectiva. Habrá quien diga que el egoísmo es un rasgo humano innato, como la envidia o la crueldad, y no se lo discutiré; pero lo es tanto como el sentimiento de amor, de sacrificio o de abnegación. ¿Qué se puede esperar de un statu quo regido por un capitalismo neoliberal? Pues que se traslade de pe a pa a la estructura social los principios del determinismo darwiniano, lo cual no deja de ser irónico en una época donde se están alterando las leyes de la naturaleza y destrozando masivamente el medio ambiente.
«¿Qué se puede esperar de un statu quo regido por un capitalismo neoliberal? Pues que se traslade de pe a pa a la estructura social los principios del determinismo darwiniano.»
La muerte de Dios, el fin del miedo al Infierno y la búsqueda de un frenético y desesperado carpe diem han pergeñado un zeitgeist en el que todo vale con tal de alcanzar la propia felicidad, aunque sea a costa de la ajena. Por si ello no fuera suficiente, esa “felicidad” que se nos “vende” –nunca mejor dicho– es una caricatura del auténtico sentimiento de gozo, reducida como está a acumular bienes materiales, entre los cuales incluso se pueden contar el propio cónyuge y los propios hijos (quién los tiene más guapos y/o más listos, mejor vestidos, etc.). Las ciudades son enormes escaparates en las que todo cuesta dinero, y hay que ser un superhombre para no ceder a las innumerables tentaciones expuestas tras sus brillantes cristales… o en las brillantes pantallas de los ordenadores y los televisores. Así que malgastamos nuestro tiempo, lo único que realmente poseemos, trabajando y ahorrando para obtener ese dinero que nos gastaremos en cosas que –creemos– nos harán felices y que, ¡oh, sorpresa!, no lo conseguirán.
«Las ciudades son enormes escaparates en las que todo cuesta dinero, y hay que ser un superhombre para no ceder a las innumerables tentaciones expuestas tras sus brillantes cristales… o en las brillantes pantallas de los ordenadores y los televisores. Así que malgastamos nuestro tiempo, lo único que realmente poseemos, trabajando y ahorrando para obtener ese dinero que nos gastaremos en cosas que –creemos– nos harán felices y que, ¡oh, sorpresa!, no lo conseguirán.»
El confort material solo da eso: confort, esto es, comodidad. Pero con ello no se llega ni a la libertad ni al autoconocimiento ni a la plenitud espiritual. Y alcanzarlos debería de ser la meta central de nuestra existencia, limitados como estamos por la muerte, no por casualidad convertida en nuestra época en el gran tabú de Occidente. ¿Por qué, si no, se habla de “daños colaterales” para referirse a los muertos en conflictos bélicos, o encerramos a nuestros mayores en residencias que nos permiten autoengañarnos y creer que nosotros no tendremos fin? En el fondo, a un nivel subconsciente, sabemos que estamos desperdiciando nuestro breve y precioso paso por este mundo. Y no porque debamos atenernos a unas normas de conducta que se nos imponen desde nuestro nacimiento, ni porque tengamos que ganarnos el sustento o porque no podamos hacer lo que nos venga en gana; no. No olvidemos que incluso aquellos pocos privilegiados que, en principio, sí hacen lo que quieren, tampoco son realmente felices. Si lo fueran, no se explica por qué necesitan acumular más dinero del que nunca podrán gastar sus biznietos, o comprarse una casa en lugares del mundo que nunca visitarán, o tener cinco jets privados. No se explica que sigan dándole la espalda al cambio climático hasta que el planeta explote ante sus narices y las de las personas que quieren. No se explica que en sus reuniones abunden las drogas, el alcohol, el sexo… esto es, estímulos primarios que llevan al aturdimiento, a la desconexión de la realidad. No se explica que provoquen guerras, apoyen golpes de Estado o entrenen a mercenarios para enriquecerse con la venta de armas, el control de los pozos petrolíferos o la reurbanización de zonas destrozadas por los bombardeos. ¿Actúa así una persona feliz? ¿Dejándose llevar por los caprichos de sus sentidos? ¿Queriendo más que su vecino? ¿Aunque él mismo tenga tanto que no le alcance la vida para poder disfrutarlo? Aquí no hay felicidad sino compulsión e inmadurez; son unos niños monstruosos que no aceptan un “no” como respuesta, y patalean y lloran –y mienten y manipulan y espían y asesinan– para poder salirse con la suya. Claro que, en cuanto tienen su nuevo juguete, quieren otro.

Grafiti de Justus Becker y Oguz Sen en homenaje a Aylan Kurdi, ahogado junto a su familia en las costas de Turquía. Mural frente a la sede del Banco Central Europeo (BCE) en Fráncfort.
Este es el ejemplo ético de los individuos en la cúspide de nuestra sociedad; personas malcriadas con grandes problemas de autoestima. Porque un ego desmedido deforma tanto la percepción de uno mismo y de lo que le rodea como lo contrario, y evita alcanzar esa felicidad de la que hablábamos. Nos hemos tragado, y bien tragado, que si tenemos más, nuestras vidas también serán más, así como nuestras alegrías. Menuda patraña. Lo que sentimos no depende, en última instancia, de nadie más que de nosotros mismos. Hasta una fortuna o un revés vitales tienen, pasado el primer impacto, una importancia relativa a largo plazo.
Por tanto, ¿qué podemos esperar de este mundo globalizado, regido por grandes corporaciones, en el que el panem et circenses se emplea más que nunca como una estrategia para tener tranquilas a las masas, anulando su capacidad de raciocinio, apelando a sus instintos más bajos y corrompiéndolas e idiotizándolas? Pues cosas como las que estamos viendo actualmente: que 28 estados “democráticos” y “modernos” decidan pagar (sic) a un país como Turquía, donde el respeto a los derechos humanos no está viviendo su mejor momento –según Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional–, para que se queden con los “molestos” refugiados que huyen de la dramática Guerra Civil en Siria, una avalancha humana que suma una cifra estimada de unas 400.000 personas.
La Unión Europea nació con el objetivo de evitar una nueva devastación como la causada por la Segunda Guerra Mundial mediante la superación de las rencillas nacionalistas, al crear un organismo superior paneuropeo basado en el diálogo y el respeto por la vida y la paz. Pero, conforme pasaba el tiempo y el bienestar material regresaba; conforme nuevas generaciones sin experiencia directa del horror se sucedían; conforme la calidad de la educación pública se resentía; conforme se imponía una laxitud de los principios del bien y del mal (recordemos que en los años 80, la avaricia era vista como una virtud); conforme se primaba más la idea del mercado común con enfoques neoliberales que la ideología de una Europa más o menos unívoca y concreta; conforme todo eso sucedía, el sueño fundacional de la UE fue lentamente diluyéndose hasta irse al traste con la irrupción de la crisis financiera mundial que estalló en el año 2008, en la que se evidenció sin cortapisas que no había unión alguna que valiera ante el gran capital, verdadero soberano del mundo y que tenía, y tiene, totalmente “secuestrados” –¿o habría que decir “comprados”?– a los gobiernos de los diferentes estados europeos. Lo que ha pasado ahora con los refugiados sirios solamente es la trágica caída de la fina capa de hipocresía que todavía le quedaba al Parlamento de la UE; una entidad, recordémoslo, dominada por la democracia cristiana y los socialdemócratas, esto es, por una amplia mayoría conservadora. Y con sus llamadas “medidas de austeridad” –a la práctica, recortes en educación y sanidad–, dicha mayoría ya ha demostrado que le traen al pario las clases más desfavorecidas de sus propios países. ¿Cómo le va a importar un pito unos refugiados extranjeros? ¿Qué son para ellos sino pobretones que vienen a mamar de la vaca que tienen tan estratégicamente ordeñada para quedarse con el montante de la leche y repartir sus migajas entre el vulgo? ¡Y, encima de muertos de hambre, “moros”, o sea “terroristas”! Viendo la actuación de los diferentes organismos de la UE desde el desmoronamiento de la euforia financiera hasta hoy en día, lo sorprendente hubiera sido que hubieran decidido acoger a las víctimas de su desaguisado: porque Europa y el capitalismo inventado por ella son los que han configurado el mapa mundial presente.
«El sueño fundacional de la UE se ha ido diluyendo lentamente hasta irse al traste con la irrupción de la crisis financiera mundial que estalló en el año 2008, en la que se evidenció sin cortapisas que no había unión alguna que valiera ante el gran capital, verdadero soberano del mundo y que tenía, y tiene, totalmente secuestrados –¿o habría que decir comprados?– a los gobiernos de los diferentes estados europeos.»
Ahora podría decir que no entiendo, en consecuencia, por qué la gente no sale a manifestarse ante tamaña indignidad; por qué hay tanta abstención electoral; o por qué, los pocos que votan, siguen haciéndolo a los mismos de siempre, que ya han probado una y mil veces que no actúan siguiendo el bien común, dado que su forma de legislar y gobernar solo protege los intereses de una oligarquía a la que ellos –y sus amos– pertenecen. Por no hablar del auge de la derecha radical, una “ideología” que, si algo confirma la historia reciente del planeta en general, y de Europa en particular, es que, como todos los fanatismos, solo trae dolor, muerte y miseria. Sin embargo, soy capaz de entender todo lo expuesto perfectamente, aunque moral y humanamente me repugne: los ciudadanos han sido tan adoctrinados, desde los medios de comunicación (televisión, prensa…), pasando por la cada vez más huera enseñanza escolar y terminando por el entretenimiento más masivo (cine de Hollywood, fútbol…), a no pensar en nada trascendente, a no ver más allá de sus apetitos inmediatos y egoístas, a sentirse aislados y solos, y por tanto abocados a velar exclusivamente por sí mismos, o bien a sumirse en la inacción y la impotencia, convencidos de que son totalmente incapaces de cambiar el inmenso mecanismo del sistema, que, en definitiva, hacen el trabajo sucio de los poderosos: anudan la soga con la que estos les ahorcan, les ofrecen sus primogénitos a Moloch.
El fomento del consumismo y del materialismo y la manipulación demagógica de las emociones más primarias en asuntos donde lo sentimental debería quedar totalmente fuera de la ecuación son dos de los más sutiles, y perversos, mecanismos de represión de los estados. Yendo al nuestro en concreto: ¿Por qué ETA, Venezuela, Cataluña, la inmigración, el terrorismo islámico… son ingredientes comunes del puchero ideológico de los dos principales partidos políticos de España? Porque avivan corazones y no cerebros. Y cuando uno no está acostumbrado a pensar, igual que cuando no se está acostumbrado a practicar deporte, sencillamente ponerse a ello da demasiada pereza o demasiado flato, con lo que se opta por el camino más fácil y se cree lo que otros repiten con asiduidad. Lección magistral del nacionalsocialismo.
«El fomento del consumismo y del materialismo y la manipulación demagógica de las emociones más primarias en asuntos donde lo sentimental debería quedar totalmente fuera de la ecuación son dos de los más sutiles, y perversos, mecanismos de represión de los estados.»
Ya basta. Ya basta de creer que no podemos hacer nada, que las cosas no cambian, que los actos de una única persona no pueden afectar la vida de millones. Ya basta de escribir acuerdos y leyes internacionales sobre los derechos humanos que quedan solo en papel mojado. Ya basta de pasividad e ignorancia. Ya basta de amoralidad, de relativismo que amoldamos a nuestro antojo. Existe lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto. Aprendamos de la historia, de sus errores pero también de sus triunfos, y comprendamos que, cuando una realidad llega a los extremos a los que ha llegado la nuestra, hay que actuar antes de que sea demasiado tarde. Debe ser operada, desinfectada, sanada. No esperemos a que se gangrene y se produzca la amputación. No esperemos a que estalle la indignación de los desesperados, manipulados y desinformados por la religión o los extremismos. Cambiemos las cosas moviéndonos, levantándonos, protestando, votando a quienes apuestan por un mundo más justo, apoyando a los que realizan labores humanitarias, asistiendo a los débiles y desvalidos, acusando –y acosando– a los malvados, velando, en fin, por nuestros semejantes y por nuestro futuro. Si no lo hacemos, tarde o temprano todos pagaremos las consecuencias, tal y como pregonaba ese famoso eslogan para las brigadas internacionales de la República: “If you tolerate this, your children will be next.” Sino, recordemos los muertos de Londres, Madrid, París o Bruselas.