“Carol” de Todd Haynes

Decía Ingmar Bergman en La linterna mágica (1987) que el cine es “como la música o los sueños; no hay otra forma de arte que sea tan capaz de ir más allá de nuestro común estado de consciencia, directo a nuestros sentimientos, a las zonas ocultas de nuestra alma.”

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Sin duda, Carol de Todd Haynes es un ejemplo paradigmático de semejante concepción del arte fílmico; porque sus imágenes, cargadas de lirismo, sensualidad cromática y ensoñación, destilan una emoción tan contenida como profunda sobre el gozo y el dolor de amar, al narrar con un impecable dominio del medio cinematográfico el romance que viven Therese Belivet (Rooney Mara) y Carol Aird (Cate Blanchett); una mujer joven e idealista y otra madura y sofisticada, ambas enfrentadas a los prejuicios de su época –cuando el lesbianismo se consideraba una enfermedad mental– y a sus propios demonios personales.

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La cinta es una adaptación de la novela de Patricia Highsmith El precio de la sal (1952), a cargo de Phyllis Nagy, que toma el material de partida con el necesario respeto para mantenerse fiel en líneas generales, pero sin encorsetamientos que impidan llevar a cabo una obra independiente y válida en sí misma. No es casualidad, por ejemplo, que durante la casi totalidad del metraje la trama se desarrolle en analepsis: un explícito homenaje a la inolvidable Breve encuentro (1945) de David Lean, contenido sobre todo en la secuencia de abertura de la pieza, pero que, como las notas de una composición musical, es repetidamente evocada a lo largo de la película (léase el trayecto en coche de Therese de camino a su vida sin Carol o la presencia simbólica de los trenes).

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«Durante la casi totalidad del metraje la trama se desarrolla en analepsis: un explícito homenaje a la inolvidable ‘Breve encuentro’ (1945) de David Lean, contenido sobre todo en la secuencia de abertura de la pieza, pero que, como las notas de una composición musical, es repetidamente evocada a lo largo de la película.»

Por otro lado, también resulta sintomático el cambio de oficio artístico de la protagonista de la historia, que en el texto original ejercía de escenógrafa y en el filme, de fotógrafa; una modificación nada gratuita, ya que introduce una delicada reflexión sobre la mirada y el punto de vista que se asocia tanto al amor como al arte. Así, Therese se enamora de Carol al verla, lo que vincula su pulsión psicológica a la tradición petrarquista, donde el deseo hacia la persona amada es una sublimación del deseo de belleza, y por tanto entra en el espíritu a través de los ojos y, posteriormente, del resto de sentidos. O, como decía Sor Juana Inés de la Cruz en su poema dedicado a la virreina de México: “Ser mujer, ni estar ausente,/no es de amarte impedimento; […] ¿Puedo yo dejar de amarte/si tan divina te advierto?”

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A la vez, este hecho es el germen, desarrollado con extraordinaria sutileza a lo largo de la obra, de una especulación sobre la esencia misma del séptimo arte. No en vano, ¿qué es el cine sino la forma más refinada de escoptofilia? ¿La creación humana que más “nos saca de nosotros mismos”, parafraseando a Jean Claude Carrière? De esta manera, Carol establece un paralelismo entre amar y ver, entre la realidad de la experiencia amatoria y la ficción de la experiencia cinéfila, repletas las dos de luces y sombras, de placeres y penas. En este sentido, la filmación en Súper 16 mm de Edward Lachman (colaborador habitual de Haynes), no solamente responde a un deseo de verosimilitud o reconstrucción históricas, a una búsqueda de atmósfera, sino que se inserta en esa misma indagación sobre el cine como un acto de amor.

«La cinta establece un paralelismo entre amar y ver, entre la realidad de la experiencia amatoria y la ficción de la experiencia cinéfila, repletas las dos de luces y sombras, de placeres y penas.»

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En cualquier caso, y si de “atmósfera” hablamos, junto a la aportación de la fotografía del citado Lachman, sin duda es fundamental el excelente trabajo del apartado de arte y vestuario, con nombres tan reconocidos como Jesse Rosenthal y Sandy Powell. Al respecto, se evidencia su inspiración en la pintura de Edward Hopper o Richard Estes, así como en la fotografía de Saul Leiter, Ruth Orkin o Helen Levitt. Si a ello le añadimos la banda sonora de Carter Burwell –una hábil mezcla entre las piezas fílmicas de Philip Glass, los compositores clásicos románticos y el jazz más melódico y orquestal–, no es difícil reconocer en todo ello la huella del máximo responsable de la propuesta y su tendencia a practicar un posmodernismo cada vez más depurado e inteligente.

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Y es que, si algo ha demostrado el director californiano desde su opera prima, Poison (1991), es su capacidad para saber integrar su cultura y sus dotes como realizador en un discurso sólido y coherente, siempre puesto al servicio del conjunto, y no a la inversa. Por ello, la rigurosa exigencia formal de toda su filmografía y su gusto por la belleza sensual de los fotogramas pueden concretarse indistintamente en formas barrocas –véase Velvet Goldmine (1998) o I’m Not There (2007)– o estilizadas –Safe (1995) o Lejos del cielo (2002)–, según lo exija cada historia.

«Si algo ha demostrado el director californiano desde su opera prima, es su capacidad para saber integrar su cultura y sus dotes como realizador en un discurso sólido y coherente, siempre puesto al servicio del conjunto, y no a la inversa.»

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Desde luego, si algo exigía un argumento como el de Carol, era un enfoque donde primara la contención y la delicadeza, en el que se conmoviera al público mediante los pequeños detalles: un gesto, unas luces, un reflejo, una sonrisa. Ello explica la abundancia de primeros planos y planos detalle de la cinta, o la importancia de los espacios, los atuendos y los objetos –correlatos de los estados anímicos de los personajes–.

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Gracias a esta atención por las pequeñas minucias, que hubiera hecho las delicias de un pintor del Quattrocento, Haynes sumerge a la audiencia en el universo privado de las amantes, reflejo del Nueva York de principios de los años 50: una metrópolis que se aferra a la vieja moralidad de la posguerra, adocenada por los réditos obtenidos con la Segunda Guerra Mundial, pero que empieza a vivir una transformación paulatina y soterrada, como bien ejemplifican Therese y su círculo, donde los colectivos tradicionalmente marginados –como las mujeres, los homosexuales o las personas de otras razas– comienzan a hacer oír su voz.

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Se trata, en consecuencia, de una visión que, si bien no esconde su fascinación por las épocas pasadas –aderezada además con la elegancia del melodrama clásico de Hollywood–, contiene no obstante una serie de notas discordantes que evitan su caída en el mero ejercicio de estilo nostálgico. El inicio in media res, el final abierto, los vistosos raccords de algunas secuencias, los encuadres descentrados y/o desenfocados, el escaso empleo de los movimientos de cámara o el uso de las elipsis no marcadas son algunos de los recursos estilísticos que dotan al filme de una cualidad tan honesta como intemporal, simultáneamente antiguo y moderno, alegre y triste, sereno y desgarrado.

«El inicio ‘in media res’, el final abierto, los vistosos raccords de algunas secuencias, los encuadres descentrados y/o desenfocados, el escaso empleo de los movimientos de cámara o el uso de las elipsis no marcadas son algunos de los recursos estilísticos que dotan al filme de una cualidad tan honesta como intemporal, simultáneamente antiguo y moderno.»

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A ello, por supuesto, contribuyen decididamente las excelentes interpretaciones de la pareja protagonista, bien secundadas por el resto del elenco; pero, dado que se trata de un drama intimista, es básicamente la exuberante presencia de Blanchett –el objeto de deseo– y la admirada mirada de Mara –el sujeto– aquello en torno a lo que pivota el discurso. De hecho, el contraste de opuestos que se establece entre las dos mujeres a todos los niveles –una joven, otra no; una rica, otra pobre; una rubia, otra morena; una callada, otra habladora, etc.–, no viene motivado por la banal ilustración de la atracción de los opuestos, sino que corresponde a la condición de artista de Therese y al papel de musa de Carol. De esta forma, la primera otorga a la obra un aliento creador poético, casi mágico, mientras que la segunda le da carnalidad y sensualismo mediante su carisma y belleza. Nuevamente, emerge aquí la soterrada meditación sobre el poder del arte, que es también mirada, que es también amor. Cabe decir, empero, que ello no significa que las amantes ocupen un rol monolítico en la relación; inteligentemente, y jugando con las expectativas del público –sobre todo del más avezado–, la película depara varias sorpresas en una historia en principio muy poco original, ya que, dejando de lado el componente lésbico –en el fondo, secundario–, se engloba dentro del típico esquema de los dramas románticos.

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Según lo expuesto, en definitiva, Carol es una exquisitez que apela de forma directa a nuestro corazón, pero que en ningún momento descuida ni nuestros sentidos ni nuestra mente. De ahí que ocupe ya, por méritos propios, un lugar privilegiado dentro de su género, al saber mostrarnos, como muy pocas creaciones lo han hecho, que, en palabras de C. S. Lewis, “entregarse al amor es ser vulnerable.” Como también lo es estar vivo.

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