Aunque pueda sonar paradójico, a veces no hay nada peor para un artista que gozar por igual del favor del público y de la crítica, pues ello puede conducir fácilmente a la autocomplacencia y al adocenamiento. Por fortuna, Maditos bastardos salva a Tarantino de esta peligrosa pendiente y se erige como su mejor filme desde Jackie Brown.
Llenos del vigor y el desparpajo prototípicos del director estadounidense, pero sin que los chistes privados, el auto-homenaje o los guiños cinéfilos lastren el conjunto, los 153 minutos de Malditos bastardos remiten a una realidad donde la historia verdadera no es el referente a tener en cuenta –de ahí el Once upon a time del primer capítulo del filme–, si no, básicamente, el cine bélico de los 70, todo un subgénero de películas testosterónicas y violentas con tintes de épica chusquera, tosco humor y protagonismo coral.
Y aunque la cinta de Tarantino transcurra ceñida a estas constantes, las trastoca con inesperados giros argumentales, cambios de ritmo, flashbacks gratuitos (v. gr. Hitler hablando sobre el estreno de Stolz der Nation) o pirotecnias narrativas (v. gr. el zoom, la música, la voz en off y los sobretítulos que presentan a Hugo Stilglitz). A todo ello hay que añadir la incorporación, más explícita que nunca, del caudal de cinefilia de Tarantino, puesto que lo hallamos no sólo en el plano formal (Leone, Hitchcock, Aldrich, Sam Fuller…), sino también en el argumental; no en vano, es precisamente el estreno de una película el arma que los aliados quieren emplear para asesinar al Estado mayor nazi, mientras que muchos de los personajes están vinculados, en mayor o menor medida, al séptimo arte: Marcel y Shosanna regentan un cine; Zoller es un cinéfilo metido a actor; Hicox es crítico cinematográfico; Goebbels, ministro de propaganda nazi, se encarga de la producción fílmica alemana, y Bridget von Hammersmark es actriz. Por otro lado, el cine impregna la cotidianeidad de la Francia ocupada, como vemos en la primera conversación entre Shosanna y Zoller o en las adivinanzas a las que juegan los soldados alemanes en el bar francés. Además, los nombres de algunos personajes (Aldo Raine, Wilhelm Wicki, Archie Hicox…) remiten a los de figuras del mundo del cine real, y los títulos de los capítulos tampoco ocultan las bromas cinéfilas (por ejemplo, el capítulo dos, que da nombre a la cinta, es una deformación de la traducción yanqui del filme de 1978 firmado por Enzo G. Castellari, así como se nos habla de una “noche alemana” en el tercer capítulo, o, en el cuarto, de una “Operación Kinó”).
Todo este conjunto compone un artilugio de heterogéneos materiales de recorte que se estructuran sobre un relato desfocalizado, es decir, sin protagonistas y sin nudo narrativo, hilvanado por varios personajes que pasan –o se sustituyen– de unas secuencias a otras, y que confluyen, sin un orden causal aparente, en el sangriento clímax del cine parisino. Malditos Bastardos es por ello un filme-coctelera que combina momentos de gran tensión dramática (véase el asesinato de la familia de Shosanna) con escenas de comedia negra (la secuencia que reúne a Mike Myers y un irreconocible Rod Taylor como Winston Churchill o la fluida conversación italiana de Brad Pitt y sus hombres con el coronel Landa); que alarga el tempo del relato hasta los límites discursivos (la apertura de la cinta o la magistral secuencia en la taberna francesa) o bien utiliza bruscas elipsis (de la presentación de los “bastardos” a sus estragos en boca de un indignado Hitler); que tanto practica un gore light (la ejecución del sargento alemán a manos del Oso Judío) como construye escenas de exquisitez poética (Marcel ante los rollos de celuloide o el rostro de Shosanna proyectado sobre el humo).
Gracias a unos diálogos en la mejor línea de su autor (triviales pero reveladores), a unas interpretaciones sobresalientes –a destacar las de Michael Fassbender, Diane Kruger y, sobre todo, Christoph Waltz– y a un collage postmoderno de estilos musicales (Ennio Morricone, Dimitri Tiomkin, David Bowie…), Quentin Tarantino regala al espectador una película intensa y divertida, entretenida y bella: un verdadero gozo tanto para el niño gamberro que llevamos dentro como para el cinéfilo de pro.