«Taxi Teherán» de Jafar Panahi: El nombre de la rosa

La última secuencia de Taxi Teherán recupera circularmente la cámara estática y objetiva, a guisa de ventana al mundo, con la que se iniciaba el relato. Además de remitir una vez más a La ventana indiscreta (1954) de Hitchcock, Panahi introduce un nuevo elemento, perfectamente encuadrado desde el interior del taxi desde el cual se narra todo el filme: la rosa que le acaba de regalar a su sobrina la abogada que llevó su caso, cuando fue arrestado por motivos ideológicos.

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¿Por qué una rosa? Porque en el centro de la película se halla una sutil reflexión sobre los medios de representación fílmica y, más allá, sobre las relaciones entre arte y realidad. Aunque sin duda la denuncia política y social y el elemento testimonial tienen una presencia muy marcada, y explícita, en la cinta, Panahi, que se ha visto obligado a rodar a hurtadillas porque tiene “legalmente” prohibido dirigir en su país, no se ha limitado a llevar a cabo una obra de protesta contra esta y otras injusticias cometidas por el régimen iraní. Que no se malinterprete: por supuesto que la protesta, el gesto osado y rebelde, son evidentes; pero también está su irrenunciable voluntad artística, su declaración de intenciones ético-estéticas. De ahí la rosa.

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Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemuspor: “De la rosa que una vez fue prístina, nos queda solamente su nombre”. Esta famosa cita de Bernado de Cluny ilustra, además del topos poético recurrente en el período medieval sobre la transitoriedad de la vida, la intensidad del debate filosófico entre nominalistas e idealistas que se dio en el seno de la Europa cristiana en torno al siglo XIV. Con Guillermo de Ockham como representante más conocido de la primera corriente ideológica, a grandes rasgos los nominalistas poseían una visión realista de la existencia, al creer que, siguiendo el símil, si no hubiera individuos concretos y reales, arbitrariamente llamados “rosas”, dicho término no existiría. En cambio, los idealistas defendían, en la línea de Platón, la existencia de conceptos superiores puros de los cuales el mundo sensible, material, era su representación parcial, imperfecta. El Verbo divino, las palabras derivadas, eran los mejores reflejos de esa verdad que convenía indagar bajo la falibilidad aparencial. Ergo el término “rosa” tenía una existencia independiente a los seres particulares designados por él.

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Trasladado, en consecuencia, todo este complejo acervo simbólico que posee la rosa al contexto de Taxi Teherán, su autor pretende con ello dejar muy clara no solo cuál es su postura creativa, sino el tipo de sociedad en el que se inserta la misma; su propio quehacer se convierte, más que en su defensa, en su vindicación: el mundo es como es y él, como artista al que le interesan los entes reales y no las abstracciones superiores, solamente se limita a retratarlo. No es que lleve a cabo, parafraseando la jerga del Estado islámico que le condenó, un realismo sórdido, inmoral y pesimista, sino que lamentablemente la realidad no se ajusta a los apriorismos religiosos promulgados por los que dirigen la nación. Ello propicia, de hecho, una serie de contrastes cómicos que inciden todavía más en lo absurdo de esa postura de las autoridades; como ejemplo, cito al personaje del amigo de infancia de Panahi, el cual, a pesar de que no cabe duda de que es una buena persona, al llevar corbata (sic) y tener un nombre iraní no islámico, significa que es un personaje negativo según los preceptos censores del país.

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Por todo lo expuesto, Taxi Teherán es una prueba viviente del talento, el coraje y, en definitiva, la genialidad de su realizador, una cita ineludible para todos los amantes del séptimo arte. Mediante un tono costumbrista y directo, y con un estilo hiperrealista (varias cámaras digitales dentro de un taxi), Panahi lleva a cabo un ejercicio de estilo que recuerda a Ten (2002) de Kiorastami, pero con una intencionalidad diferente. De hondo calado humanista –lo que explica el Oso de Oro en Berlín–, capaz de hacer pensar y conmover a partes iguales, la pieza denuncia los desquiciados códigos de censura de Irán; incide en el clima supersticioso e ignorante que la represión intelectual y cultural propicia; crítica la pena capital; rinde homenaje a las personas que luchan por la libertad y los derechos humanos en su país; reivindica a directores que el régimen denuesta, como Woody Allen o Nuri Bilge Ceylan, e incluso se permite el derecho de atacar, con socarronería, a aquellos “autores” más interesados en la fama que en hacer cine de verdad. Hay tanta honestidad en su discurso, tanta veracidad, que no es extraño que haya quien califique la película de “documental”, a pesar de que el propio Panahi se asegure de despejar cualquier duda al respecto, en un exquisito juego metalingüístico, con varios comentarios de los personajes que desfilan por el taxi y, sobre todo, con el magnífico desenlace de la narración.

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Para acabar, querría citar la famosa declaración de Walter Burns en Primera plana (1974): “No dejes que la realidad te estropee un buen titular.” Taxi Teherán prueba, en cambio, que la vida es tan compleja, tan rica, tan inagotable, que no es necesario retocarla; que en su imperfección y brevedad está su esencia; que, incluso en el dolor, las injusticias o la precariedad se esconde la belleza… efímera y delicada como una rosa.

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