Como en tantos otros aspectos de la psicología de nuestros días, es atribuida a Sigmund Freud la primera sistematización del dolor ante la pérdida de un ser amado, aunque en puridad serían los estudios de Erich Lindemann y, sobre todo, de John Bowlby los que cimentasen la moderna teoría del duelo. Este último trazó un primer modelo sobre las etapas emocionales y mentales que atraviesa un sujeto enfrentado a la ausencia de alguien querido, y que luego Elisabeth Kübler-Ross perfeccionaría hasta llegar a sus famosas cinco etapas del duelo: la fase de negación, la fase de enfado o indiferencia, la fase de negociación, la fase de dolor emocional (depresión) y la fase de aceptación. Dichas etapas no tienen que producirse todas ni por este orden, y su manifestación tendrá lugar entre los primeros días de la pérdida y hasta un año después de la misma en caso de personas muy allegadas.
En esta línea, Verano 1993 de Carla Simón narra, con un pulso comedido y firme que no hace sospechar su condición de opera prima, el proceso de duelo de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que, al morir su madre, es enviada al campo a vivir con sus tíos. Simón recoge todas y cada una de las etapas apuntadas por Kübler-Ross, pero lo hace mediante una narrativa elíptica y metafórica que exige la participación activa del espectador, ya que la posición de su cámara, aunque se focalice sistemáticamente en la mirada de Frida, siempre adopta una marcada distancia psicológica y emocional, en un estricto behaviorismo que no solamente salva a la película de caer en el melodrama más ramplón, sino que además obliga a estar muy pendiente de cada detalle, gesto y palabra. Y es que los procesos internos de la protagonista y de los suyos nunca son plasmados explícitamente o enfatizados, sino apenas apuntados o sugeridos, con lo que lo único que el público puede hacer ante lo narrado es intentar interpretarlos –e incluso adivinarlos– mediante sus actos.
«La película narra la historia de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que, al morir su madre, es enviada al campo a vivir con sus tíos. Simón recoge todas y cada una de las etapas del duelo señaladas por la psicóloga Elisabeth Kübler-Ross, mediante una narrativa elíptica y metafórica que exige la participación activa del espectador.»
Por supuesto, ello responde a la opción estilística adoptada por la realizadora, que con inteligencia se decanta por un estricto realismo, dado que –resulta una obviedad señalarlo– es precisamente esta forma de relación interpersonal extrínseca la que caracteriza nuestra cotidianeidad; algo doblemente cierto en el caso de una niña de corta edad que es incapaz de entender o de expresar verbalmente y con coherencia lo que pasa por su mente. Asimismo, y como la perspectiva adoptada es la de la pequeña, aquello de lo que hablan los adultos será recogido de pasada, a menudo fuera de campo o mediante encuadres oblicuos, lo que le otorga una pátina de misterio al universo de sus familiares propia de la conciencia infantil de Frida, que intuye, más que comprende plenamente, cuanto acontece a su alrededor.
Según lo expuesto, podría pensarse que Verano 1993 no dista mucho de cualquier otra cinta con un protagonista de corta edad que intenta desentrañar el enmarañado mundo de «enigmas» de su entorno inmediato, léase Secretos del corazón (1997) de Montxo Armendáriz o La lengua de las mariposas (1999) de José Luis Cuerda. Sin embargo, a la pieza que nos ocupa no le interesa tanto reconstruir una época sino un estado de ánimo, y lo que pueda desconcertar a Frida de lo que sucede en su nueva vida sirve para trazar su psicología, no para retratar un período histórico concreto con una intención determinada; por mucho que, de todas formas, contenga una sutil crítica a la represión ejercida por la religión y al tabú que era el SIDA, por culpa de los prejuicios inculcados por la misma, a finales del siglo XX.
No en vano, la estructura circular del filme responde justamente a la voluntad de narrar la evolución emocional de Frida, ya que se abre con ella jugando al escondite inglés (sintomáticamente, «paralizada», en fase de indiferencia) y un niño, consciente de sus circunstancias vitales, le pregunta: «Y tú, ¿por qué no lloras?», mientras que se cierra con la protagonista llorando a lágrima viva sin ningún motivo aparente (en fase de dolor). Entre medio, se ha producido la etapa de negociación (los padrenuestros y los obsequios que deja a la virgen a cambio de que vuelva su madre) y de aceptación (la completa inserción en su nueva familia, llamando a sus tíos «papá» y «mamá»).
«Simón logra algo que la mayoría de obras centradas en la mirada de un niño no consiguen, que es hacernos partícipes del universo de su pequeño héroe a fuerza de un verismo a ultranza, en el que se mezclan los recursos de estilo propios del ‘cinéma vérité’, unos diálogos a menudo inconexos e intrascendentes, y por eso tan cercanos, y un tono confesional vinculado al componente autobiográfico de lo narrado.»
De esta forma, Simón logra algo que la mayoría de obras centradas en la mirada de un niño no consiguen, da igual si son de calidad como los dos títulos mencionados, o decididamente mediocres; me refiero a hacernos partícipes del universo de su pequeño héroe a fuerza de un verismo a ultranza, en el que se mezclan los recursos de estilo propios del cinéma vérité (desenfoques, luz natural, cámara al hombro, desencuadres, etc.), unos diálogos a menudo inconexos e intrascendentes, y por eso tan auténticos y cercanos, y un tono confesional y sencillo vinculado al componente autobiográfico de lo narrado. De ahí que Verano 1993 se mueva en un ámbito espiritual y artístico alejado de los dramas habituales sobre un niño huérfano, y que pueda recordar, en cambio, a una cinta como Yuki y Nina (2009) de Hippolyte Girardot y Nobuhiro Suwa, donde el dolor propiciado por las adversas circunstancias vitales es paliado por la infinita capacidad de disfrutar de la vida –de su lado «mágico», por así decirlo– de los más pequeños.
«Muy pocas veces se tiene el privilegio de ver en pantalla una creación que esté tan próxima a un fragmento de vida. Aquí radica, de hecho, la grandeza de esta cinta, en apariencia tan sencilla: su capacidad para crear, con una asombrosa maestría, una potente ilusión de realidad.»
En realidad, muy pocas veces se tiene el privilegio de ver en pantalla una creación que esté tan próxima a un fragmento de vida; no olvidemos que incluso los documentales más inmediatos y «desaliñados» son fruto de una labor de montaje y, por tanto, de una elección autoral. Aquí radica, por tanto, la grandeza de Verano 1993, filme en apariencia tan menudo: su capacidad para crear, con una asombrosa maestría, una potente ilusión de realidad, merced al espléndido guion que lo articula (obra de la propia Simón, inspirado en sus vivencias personales); a una realización sobria, precisa y certera, y a una labor de dirección de actores que dota de espontaneidad y viveza las interpretaciones, entre las que destacan la de su protagonista, Laia Artigas, y la de Paula Robles, que encarna a Anna, su prima/hermana adoptiva. Absolutamente adorables sin esforzarse por serlo (por el contrario, a menudo mienten y manipulan, se rebelan, sienten celos…), ambas niñas evidencian con su frescura ante las cámaras y con su inocente egoísmo el verismo sin paliativos y la radical honestidad que desprende Verano 1993; una película llena de ternura, belleza y encanto, que afortunadamente se aleja de todos los tópicos lacrimógenos de este tipo de piezas, y cuyos méritos para haber ganado el Premio a la Mejor Opera Prima en el Festival de Berlín y la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga son, sin lugar a dudas, más que sobrados.
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